Todos le teníamos miedo a doña Dorotea. La muy amargada -por no decir malvada -
odiaba especialmente a los niños, y vigilaba su patio como un perro guardián. En
su terreno tenía unos inmensos árboles frutales: manzanos, durazneros, naranjos,
higueras, y bastaba mirarlos un rato para que la vieja saliera de algún lado
amenazando con un palo o una escoba. Las frutas crecían, maduraban y se pudrían
en los árboles, y la vieja que no regalaba ni una, y no hay nada más tentador
para un niño que algo prohibido, y el barrio era muy humilde.
Parecía que
no dormía aquella vieja, pues había frustrado varias incursiones nocturnas a su
huerto.
Un día gris de invierno la vieja murió. Al otro día, un grupo de
amigos nos reunimos cerca de la casa de la vieja. Jugamos a las canicas un rato
mientras espiábamos disimuladamente hacia todos lados.
Cuando la calle estuvo
despejada, me pasaron una bolsa de arpillera y me metí al huerto por un hueco
que había en el tejido.
Mientras cosechaba, los otros hacían que jugaban, y
cuando alguien se acercaba por la calle me hacían una seña convenida, y yo me
ocultaba donde podía, luego volvía a la recolección.
Arrastrando la
bolsa llena de frutas, me dirigía al cerco de tejido, cuando al pasar bajo un
naranjo sentí que una mano se apoyaba en mi hombro, para luego arañarme hasta la
espalda. Instantáneamente recordé las manos huesudas de la vieja Dorotea y sus
uñas largas. Más que un grito lancé una especie de chillido, por el terror que
sentí; corrí y crucé el tejido no sé como. Al mirar hacia atrás vi que una rama
del naranjo, llena de espinas, aún se balanceaba, y pensé que me había
enganchado en ella, además en el huerto no había nadie. A pesar del susto no
solté la bolsa, y mis amigos, que habían huido al escuchar el grito, enseguida
regresaron para compartir el botín.
El arañazo de la espalda me ardía
terriblemente, por eso tuve que inventarle un cuento a mi madre para justificar
la herida. Como no era raro que me lastimara me llevó a un doctor sin indagar
mucho.
Recuerdo que al revisar la herida el doctor se miró con la enfermera,
y después la enfermera apareció con un policía. Un rato después, mi madre, el
policía y el doctor, me preguntaban quién me había arañado, pues según la
experiencia del doctor, la herida la había producido la mano de una persona, y
no una rama con espinas.
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