El calor de la tarde era abrumador, por lo que la cantina del viejo y polvoriento pueblo de “La Soledad” se encontraba hasta el tope, todos los hombres estaban ahí -no cabía un alma más- Una destartalada pianola amenizaba la tarde con un ritmo monótono, que en realidad a nadie le importaba. Después de algunos tragos, poco o nada importaba. Lo importante era seguir disfrutando la efímera sensación de la frescura de una cerveza bien helada y la compañía de los amigos de toda la vida, que en ninguna otra parte podrían tener.
La noche fue arribando entre risas, chistes y uno que otro conato de pleito campal. Para las 11 de la noche, la mayoría de los parroquianos se habían retirado, por supuesto, dando tras pies y donde más de uno mordió el polvo. En un rincón de la barra se encontraba Chacho, un joven regordete, que desde niño acompañara a su difunto padre a la cantina dizque “para que se hiciera hombre” ahora prematuramente envejecido por el abuso del alcohol, lastimosamente mendingaba una copa de tequila, pues –como siempre- no contaba con un centavo para seguir tomando, ya que el poco dinero que le sacaba a su madre, no era suficiente para sus largas rondas de bohemio.
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