Era de noche, y los zombies se abrían paso por el bosque, quebrando ramas y
gimiendo al correr.
Delante de ellos iba Ramiro, que desesperado huía con
todas sus fuerzas. Tropezó y cayó varias veces, pero enseguida se levantaba y
seguía. Saltaba por encima de los troncos caídos, se agachaba esquivando ramas,
algunas igual le azotaban la cara, pero él seguía corriendo, y sus perseguidores
también. Solamente tenía sus manos para defenderse, y los zombies eran muchos;
la mejor opción era seguir corriendo y tratar de dejarlos atrás.
La luz de
una luna llena combatía contra las sombras de los árboles del bosque, y cada vez
que Ramiro volteaba, esa claridad plateada le mostraba la horda de zombies que
lo iba siguiendo.
Ya comenzaba a cansarse, y los zombies a acortarle
distancia. Al ver que lo alcanzaban, gemían cada vez más y quebraban a manotazos
las ramas que se interponían a su presa.
Perseguido y perseguidores cruzaron
el borde del bosque y alcanzaron una pradera.
Ramiro estaba débil; hacía
muchos días que no se alimentaba de ningún animal, y aquel no era el alimento
ideal para él, pero ya no había otra cosa, y aunque no podía morir de hambre,
esa situación iba restándole fuerzas.
Ya estaban a metros de él. No
podía huir más. Dejó de correr y se volvió hacia ellos; los zombies se le
abalanzaron y comenzó la lucha.
Esquivó la embestida de uno y le arrancó la
cabeza de un puñetazo. Barrió a otro con una patada baja, y apenas el zombie
cayó al suelo, le aplastó el cráneo de un pisotón. Proyectó a dos que
consiguieron tomarlo por los hombros, y levantando bien alto a otro, lo arrojó
con fuerza sobre otros zombies. Y así siguió luchando, hasta que inevitablemente
lo rodearon y pudieron sujetarlo, pero aún así no fue fácil liquidarlo, pues
Ramiro era un vampiro. En la tierra ya no quedaban humanos.
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