martes, 31 de mayo de 2011

El error

Era la hora, todo estaba oscuro. En cualquier momento esos ojos iban a aparecer en la oscuridad de mi habitación y se iban a acercar lentamente a mí, sin hacer nada más que observarme en mi profundo sueño.
Pero esta vez iba a ser diferente, todo estaba preparado, el objeto metálico en mis manos y mis ojos buscando a esos redondos y penetrantes ojos.
Como cada noche los ojos se me acercaron y se quedaron a mi lado. Era el momento, apreté con fuerza el objeto en mi mano y en un segundo que me pareció eterno, el objeto color plata hacía en uno de sus ojos.
Se estremeció, chilló y luego no dijo nada. Me levanté de la cama y encendí la luz, estaba horrorizado.
Mis padres se suponía que iban a salir, pero me había olvidado de algo, mamá decidió no ir.
Y ahora yacía tendida en suelo sin señales de vida.

martes, 24 de mayo de 2011

Una noche de terror

Una noche en los medanos, la luna brillaba, como nunca antes, el silencio era casi tétrico, caminaba por la ensenada, cuando de repente a lo lejos se escucho muchos gritos de dolor y espanto, corrí asía donde venían los gritos, al llegar quede como petrificada, todo el lugar se hallaba cubierto de personas despedazadas, niños, ancianos, jóvenes, era escalofriante ver como algunos se retorcían entre los escombros, habían hecho estallar una bomba en un edificio del Consulado Islámico.

Al lugar llegaron varias dotaciones de bomberos, policías y Militares, que corrían de un lado a otro tratando de socorrer a los heridos, y removiendo los escombros para rescatar a algún sobreviviente, o los muertos para ser llevados a la morgue, esa noche y días fueron las mas largas para la ciudad de los Medanos.

La investigación del caso la llevo un Oficial de la Armada, Jon Pool ski, quien con sus oficiales a cargo, reunieron la mayor evidencias posibles de los hechos, mientras que transcurrían los días, los bomberos y paramédicos encontraban mas supervivientes que eran sacados a medida que se removían los escombros, aún con vida, pero muy mal trechos por los momentos vividos, mientras se hallaban prácticamente sepultados en el lugar, dos de los que fueron rescatados eran de seguridad del Consulado Islámico, quienes se encontraban en ese momento en las oficinas de seguridad del lugar.

Los medios televisivos y radiales informaban en todo momento los acontecimientos que se iban dando a medida que trascurrían los días, después de varias semanas de arduo trabajo y investigación, el caso del atentado al Consulado tomo un giro, inesperado por todos los afectados y el pueblo de los Medanos.
El Oficial Jon Pool ski havia sido retirado de su cargo igual que sus oficiales, sin saber mas nada de ellos, las pericias, pruebas, testigos, misteriosamente habían sido retiradas de la fiscalia del juzgado, quedando el caso sin resolver, los medios y periodistas, que intentaban averiguar sobre los hechos, eran desterrados del lugar, quedando así todo en la nada y en un rotundo silencio de parte de los gobernantes de los Medanos.

Aquí vemos la justicia del más fuerte y el fraude de los políticos, que sobreviven en el poder a costa de miles de almas inocentes, y se enriquecen con la sangre de su pueblo, me he quedado pensando en las miles de familias que tienen una causa perdida en las manos de la justicia de las cuales asta los días de hoy no han hallado respuestas, y no es por que no hallan buenos investigadores, si no por que no hay buenos gobiernos que se preocupen por el pueblo que los a elegido, para sobré guardarlos de los corruptos y terroristas, que amenazan a la sociedad de los diferentes países.

Ha todo esto los oficiales que investigaban la causa, del atentado fueron deportados y suspendidos de las fuerzas, el caso no tuvo mas repercusión que unos pocos ciudadanos que pedían justicia de año en año en la fecha de los hechos acontecidos.

lunes, 16 de mayo de 2011

La hija del enterrador

Era un día frío y ventoso. El aire ondulaba los árboles que se balanceaban de un lado a otro incesantemente. El cementerio estaba más lúgubre que de costumbre. Un pequeño ratón corría entre las tumbas, mientras que a lo lejos se un búho.
Dentro de una pequeña casa se encontraba Benito, el enterrador. Era un hombre viejo y amargado que había sobrevivido a todos los habitantes del pueblo de su misma edad. Su cara arrugada acompañaba siempre a su mal genio.
- ¡Carmen Miriam! -gritó-. ¡Tengo hambre! ¡Quiero comer!.
Carmen Miriam era una hermosa joven. Le miró con desprecio y sin formular una sola palabra se dirigió a la cocina. Le preparó una tortilla que Benito devoró rápidamente mientras bebía grandes tragos de vino.
Carmen Miriam pensaba en irse lejos, muy lejos. Hacía años que vivía obsesionada con esa idea pero nunca había podido llevarlo a cabo. No tenía dinero, no conocía a nadie, y su padre jamás la dejaría marchar. Sabía que su padre tenía monedas de oro. Recordaba vagamente que cuando era una niña las vio. Pero a pesar de que había buscado por toda la casa, no pudo encontrar ni rastro de las monedas.
Había empezado a llover con gran fuerza. La lluvia golpeaba los cristales con ira. En ese momento se oyó un ruido. Era el galopar de un caballo. Benito también lo había oído y se levantó de donde estaba. El jinete paró el caballo delante de la casa del enterrador.
- ¿Quién demonios podrá ser?- preguntó Benito.- ¿Quién en su sano juicio puede aventurarse a cabalgar en plena noche con este tiempo?-.
Llamaron a la puerta. Benito la abrió. Ante él se hallaba un hombre alto que estaba empapado de arriba a abajo. Miró fijamente a Benito.
- ¿Puedo pasar?- preguntó.
Benito no tuvo más remedio que dejarle pasar y así se lo indicó con un gesto.
Carmen Miriam se sorprendió al verle. No estaba acostumbrada a los extraños y probablemente nunca había visto a un hombre como aquél.
- Me llamo Carmen Miriam -le dijo.- Pero aproxímese al fuego. Está empapado.
El joven extendió las manos sobre las chispeantes llamas. Su cuerpo estaba temblando, pero poco a poco empezaba a reaccionar.
- Me llamo Mauricio Antonio - les dijo a sus anfitriones. -¿Podría pasar la noche aquí?
Benito permaneció callado durante unos segundos. No le gustaban las visitas y mucho menos los desconocidos.
- ¿Pagará?- preguntó escéptico.
- ¡Oh! ¡Claro! No se preocupe por eso -contestó.
- ¡Carmen Miriam! -gritó,- Prepárale un poco de comida. Seguro que también estará hambriento. Pero dígame, ¿Que hacía a estas horas y con este tiempo cabalgando en plena oscuridad? -le preguntó mientras bebía vino.
- Me dirigía hacia la costa, con la intención de embarcarme hacia Baleares, pero el tiempo me lo ha impedido -señaló Mauricio Antonio
- ¡Ya! -dijo secamente Benito.
- Usted es...
- Sí, soy el enterrador -dijo Benito.
Llegó Carmen Miriam con un poco de comida y Mauricio Antonio la comió lo más deprisa que pudo.
El fuego se estaba apagando y el viento era cada vez más frío.
- Será mejor que vaya a por más leña al cobertizo -dijo secamente el enterrador y salió de la casa. Carmen Miriam entonces se dirigió hasta el hombre y le dijo:
- Debe ser hermoso montar a caballo. Cualquier cosa sería buena con tal de salir de aquí.
Y entonces con un insinuante movimiento de caderas se subió la falda distraídamente dejándole ver sus piernas. Se echó la larga melena oscura hacia atrás descubriendo el contorno de sus pechos. Se acercó a Mauricio Antonio. Sus cuerpos estaban muy cerca. Se rozaban. Mauricio Antonio acarició sus turgentes pechos, pero ella se apartó rápidamente y con una risa enigmática le dijo:
- Tengo un plan. Esta noche cuando mi padre se emborrache como de costumbre y duerma la mona, nos iremos los dos lejos de este lugar. ¿Si tan solo supiera donde tiene guardado las monedas de oro?
- ¿Monedas de oro?- le preguntó Mauricio Antonio.
- Sí -continuó hablando ella-. Antes de morir mi madre las vio. Pero las ha escondido ¡Dios sabe donde!.
LLegó el enterrador que cerró la puerta de un golpe. Echó la leña al fuego. Dio un gran bostezo. El vino siempre le producía sueño. Estaba ya bastante bebido pero aún así su voz seguía sonando fuerte y segura. Le indicó la cama al invitado y apagó la lámpara de la mesa.
La noche había esparcido un halo de silencio y misterio a toda la casa. Tan sólo la profunda respiración del enterrador perturbaba aquel silencio. Carmen Miriam pensaba en la dulce Carmen Miriam y en todos sus encantos. Ésta se levantó con mucho cuidado de su cama. Andaba descalza por la casa. Hizo una señal a Mauricio Antonio quien se levantó también con mucho cuidado. Andando de puntillas llegaron hasta la puerta. La abrieron muy despacio. La puerta chirrió levemente, pero el enterrador seguía dormido. Una vez fuera cogieron el caballo y lo acariciaron. Mauricio Antonio le cogió las riendas. No quería que el caballo se asustase.
Entonces Carmen Miriam recordó algo. La única persona que la había querido en este mundo era su madre. No podía marcharse sin despedirse de ella. Cogió un pequeño ramillete de flores de una tumba cercana e indicó a Mauricio Antonio el lugar de la tumba de su madre.
Allí depositó las flores. Y en es mismo momento se oyó un grito aterrador. Era como el aullido de un lobo malherido.
- Es mi padre -gritó Carmen Miriam-.
Era demasiado tarde. Allí estaba el enterrador. Sus ojos parecían salirse de las órbitas.
- ¡Canalla!, ¡Miserable! -gritó echando espuma por la boca-. ¡Te voy a matar!
Y apuntándole con una pistola disparó. Le dio en el hombro.
- ¡No! ¡No! ¡Nooooooooooooo! ¡-gritó con ira Carmen Miriam.
- En cuanto a ti -continuó el enterrador- morirás con él.
Y disparó de nuevo. Pero esta vez el disparó no alcanzó a Carmen Miriam sino a la losa de su madre. Justo en ese momento, Mauricio Antonio se había recuperado y se abalanzó hacia el enterrador. Los dos forcejearon y mientras lo hacían Carmen Miriam gritaba desesperada. Al final se oyó un nuevo disparo. Los dos hombres se miraron fijamente a los ojos . Los ojos del enterrador fueron perdiendo su brillo poco a poco, hasta que cayó al suelo en medio de la incesante lluvia. Su cuerpo yacía inerte junto a la sepultura de su esposa.
- Está muerto -dijo Mauricio Antonio-.
Entonces Carmen miriam se rió con una risa que estremeció a Mauricio Antonio.
- Por fin -dijo con rabia-. Ya me he librado de ti para siempre.
- No podemos dejarle aquí -dijo Mauricio Antonio-.
Y cogiendo una pala hizo palanca y abrió la losa de la madre, ante la mirada impasible de Carmen Miriam. La losa se abrió con facilidad. Entonces Mauricio Antonio cogió el cuerpo y lo arrojó dentro de la sepultura donde se oyó un ruido seco. Algo pareció brillar en medio de la oscuridad de la losa.
- ¿Qué es eso que brilla allí abajo? - preguntó Mauricio Antonio.
No obtuvo respuesta. Mauricio Antonio bajo a la tumba, que no tenía mucha profundidad. Allí estaba el cadáver del enterrador, el féretro de su mujer y... Sí, las monedas de oro. Había algunas sueltas y junto a ellas tres bolsas repletas de oro. Subió las bolsas y cerró la losa.
Carmen Miriam volvió a reír, con aquella risa enigmática y misteriosa.
- Así que era ahí donde guardaba el dinero -dijo-. Ahora por fin soy libre y podré irme de aquí, de este horrible lugar.
Pero Carmen Miriam estaba equivocada, muy equivocada.
Un aire frío llegó hasta Mauricio Antonio. Su rostro cambió. Su mirada se tornó maligna y diabólica. Era como si algo o alguien se hubiese apoderado de Mauricio Antonio.
- ¡No!, ¡No nos iremos de aquí!, ¡Ya no! -dijo Mauricio Antonio-. Porque ahora seré el nuevo enterrador.
Carmen Miriam estaba condenada a vivir siempre allí. A recordar su pasado. Su destino estaba en aquella casa, en aquel cementerio. Y es que siempre será LA HIJA DEL ENTERRADOR.

domingo, 8 de mayo de 2011

Réquiem por mi alma

Me costó llegar hasta la cima de la colina a las afueras del pueblo, cargado con el saco y la pala.
Dejé el saco junto al árbol que haría de cruz.
Y me puse a cavar mi tumba.
Tiempo después, la tierra estaba abierta. Su fresca fragancia natural me recordó, por contraste, la corrupción de todo lo que lentamente se pudre fuera, sobre su superficie.
Abrí el saco repleto y, una por una, fui sacando mis motivaciones.
Todas tan rancias, absurdas…
Casi intangibles por su esencia irreal.
Fueron cayendo. Las escuchaba chocar contra el fondo.
Después seguí sacando y arrojando todos mis recuerdos, que por miles se apretujaban dentro del saco. De todas las formas, tamaños, edades y colores; casi al completo cubiertos de enquistados sentimientos, como parásitos imposibles de arrancar.
Todas las personas que alguna vez había conocido estaban allí, evocadas de nuevo en cuanto tocaba el recuerdo; retornaban por un instante de los abismos del tiempo para volver al seno de la tierra. Tantos, tantos recuerdos… que parecían infinitos. Al final, el último de ellos cayó también en la tumba. En un lugar mejor, allí quedarían todos.

Sin excepción.

Mientras iba vaciando el saco, un malestar creciente, indeterminado, iba apoderándose de mi cuerpo. Sentía golpes, arañazos internos. Cada vez más fuertes, y desesperados.

Sabía lo que eran.
Lo que deseaban.

Pero hasta ese momento me había resistido a tomar la inevitable decisión. Era un acto que sólo yo podía ejecutar del modo adecuado. Así que me quité la camisa, tomé una pequeña rama y me la puse entre los dientes. Clavé las rodillas junto a mi tumba y respiré hondo. Los golpes por dentro eran frenéticos. También sabían lo que iba a ocurrir.
Palpé con ambas manos mis costillas flotantes, para localizarlas con precisión. Debía ser tan rápido como pudiese. Así que hundí con fuerza los dedos bajo ellas, intentando asirlas antes de que fuera inasumible.

El dolor me electrocutó.
Noté el calor líquido de la sangre. La rama quebrándose entre mis dientes.

Tiré hacia ambos lados. La carne se abría. Los golpes acompañaban la canción del dolor indescriptible. Grité de forma que sentí la garganta romperse, sin soltar la tenaza de los dientes. Mi mente voló como un cuervo enloquecido, pero antes de desaparecer me iluminó con un destello que reflejaba que, si no continuaba, si me rendía ahora… todo habría sido en vano.
Volqué los restos de fuerza en mis brazos. Y tiré todavía más.
Las costillas crujieron. El pecho no se abrió del todo, pero casi.
Y una corriente salvaje de emociones saltó al exterior, precipitándose en ansioso frenesí hacia el interior de la tumba.

No podían aguantar el estar lejos de cuanto allí descansaba ahora.

Mientras me desmayaba, mi último pensamiento fue más una expresión horrorizada y sorprendida ante lo que acababa de ver:

Jamás imaginé que fueran a ser unas cosas así.


Me despertó la fría luz del alba. No sentía nada. Me palpé el pecho con urgencia.
Se había cerrado como dos manos que entrecruzan sus dedos.
Algo llamó la atención a mi lado y giré la cabeza para verlo. Era un pequeño animal palpitante. O eso me pareció, hasta que me fijé mejor: era un órgano.

Era mi corazón.

Se había quedado a pocos centímetros del borde de la tumba, su destino. Parecía una vieja fruta marchita… arrugada. Lo tomé con cuidado entre mis manos; notando de inmediato la calidez de su débil palpitación, como un eco moribundo de épocas extintas largo tiempo atrás.

Lo dejé caer en la oscuridad. No volvería a verlo jamás.

Me puse la camisa y me acerqué a coger el saco. Aún quedaban en su interior algunos pensamientos inútiles, también un puñado de ilusiones que, bajo la luz de este amanecer, se me antojaron ridículas, patéticas…
Acabé de vaciar el saco en el interior de mi tumba, y lo arrojé a un lado. Cogí de nuevo la pala y me dispuse a devolver la tierra a la tierra. Desde el interior del agujero subía un murmullo, un bullir de sonidos extrañísimos que deseaban ser observados.

Pero me resistí, y ni una de mis miradas cayó sobre lo que allí ocurría.
No tenía derecho a mirar, porque nada de aquello me pertenecía. Era algo íntimo de otra persona; alguien que ya no existía.
Así que comencé a echar tierra, intentando mantenerme lejos de todo lo que estaba escuchando.

Sé que no tardó poco en llegar el momento de dar la última palada sobre el firme de tierra, pero lo conseguí. Nadie podría descubrir a simple vista que allí, junto al árbol, había una tumba. Tiré la pala tan lejos como pude en un despeñadero cercano y recompuse un poco mi aspecto, mis ropas. Después, inicié el descenso de la colina.

Sin mirar atrás.

Mi paso era firme. Mi mente un arroyo que bajaba entre las rocas. El pueblo despertaba a lo lejos, con la noche aún detrás suya. Por el sendero ascendía una persona apoyándose en un bastón. Una persona con la que coincidí en el pasado que, al verme, sonrió. Cuando estuvimos cerca me dijo:

–¡Hombre, Luis! Tú también has madrugado ¿eh?

–No conozco a ningún Luis –le respondí. ¿Y tú? ¿Conoces realmente a algún Luis?

El hombre se quedó con la boca abierta, y retrocedió un paso ante el puñetazo de la sorpresa.

–¿Cómo… has… –comenzó. Pero yo le corté, acercándome a su oído, ignorando su sobresalto, para susurrarle:

–Nunca hables con desconocidos, porque nunca sabrás hasta qué punto pueden ser…

No humanos.

Y continué mi descenso, sintiendo cómo en su cabeza ese conocido que nunca lo fue pensaba que me había vuelto loco, que algo grave me había ocurrido. Pobre ignorante de tantas cosas. Ignorante de que la locura es un privilegio de los vivos.

Nunca de los muertos.

Seguí caminando por estos parajes tan familiares como extraños. La brisa me acariciaba las mejillas con su frescura. Tierna, dulcemente. En un momento, mi visión se empañó con un velo inesperado.

Había lágrimas recorriendo mi cara.

Lágrimas puras, cristalinas.

Como las de un recién nacido que acaba de llegar al mundo.