jueves, 28 de noviembre de 2013

El monte encantado

Había caminado casi toda la tarde, y cuando ya se había hecho noche me senté a un costado del camino a descansar.  No estaba solo, me acompañaba Rufo, mi perro.
Al sacarme la mochila sentí que estaba mucho más liviano, y fue un alivio. Rufo se acostó a mi lado después de dar vueltas y vueltas sobre el pasto. Estaba casi todo oscuro pero se distinguían algunas cosas.  A unos diez metros del solitario camino empezaba a elevarse un monte pequeño, poco más que una arboleda. No estaba muy lejos de una zona poblada, mas desde allí no se veía ni una casa, ni una luz, y por el camino hacía rato que no pasaba ningún vehículo.
Cuando uno cree estar solo se sobresalta al advertir de golpe a otra persona, y esta figura dudosa se movía en la oscuridad.   Tenía una linterna en la mano pero no quise encenderla. Tal vez el otro no me había notado; a nadie le gusta que lo encandilen de pronto. Si era alguien que creía que no lo había notado, y traía alguna mala intención, se iba a llevar una sorpresa desagradable. Pero la sorpresa desagradable me la llevé yo, porque en un momento dado me pareció que no tenía cabeza.

Encendí la linterna y no había nadie. El foco de luz recorrió de un extremo al otro el montecillo pero no logré ver nada. al encender la linterna Rufo se había parado, y un rato después permanecía así, atento hacia el monte. De repente salió disparado y se metió a toda prisa entre los árboles. Lo llamé pero no me hizo caso. Pronto dejé de escuchar el ruido que hacía al pasar entre ramas y todo volvió a estar en silencio.  Entonces me acerqué al monte y lo llamé una y otra vez, silbé, mas cuando hacía una pausa para escuchar, nada, ni un ruido.
Supuse que el monte era más grande de lo que me parecía.  Ya estaba seguro de que había algo raro allí, pero no podía dejar a mi mejor amigo. Me interné entre los árboles y, linterna en mano empecé a buscarlo. En el mismo momento que gritaba o silbaba, una voz apenas audible repetía: “Por aquí, por aquí”, pero como apenas la escuchaba y sonaba junto a los sonidos que yo emitía, hasta que no la escuché varias veces no estuve seguro. Aquel lugar estaba embrujado. Empecé a desesperarme por salir. Cuando intentaba volver al camino entre una maraña de ramas, algo me habló de muy cerca, casi me susurró al oído:  “No te vayas a perder”. En ese instante creí que iba a enloquecer de terror.

Por suerte enseguida pude salir de la arboleda.  Al volver al camino seguí esperando a Rufo, aunque empezaba a creer que no lo vería nunca más.  Un rato después apareció, dándome una alegría inmensa. Y ahí si me marché de allí. Hasta no alcanzar las luces del pueblo no perdí de vista a Rufo, no porque temiera que se alejara nuevamente, sino porque desconfiaba que realmente fuera mi perro.

lunes, 18 de noviembre de 2013

La Madre

Clara salió a la vereda del hospital cargando el bebé en sus brazos. La noche se había presentado bastante fría. Envolvió mejor al bebé y procuró un taxi con la vista, pero solo había autos de particulares estacionados en aquella cuadra.  Entró de nuevo al hospital y le pidió a una enfermera que le llamara un taxi.  La enfermera, que estaba tras una ventanilla, llamó con desgano y volvió a ojear una revista. Clara le agradeció, sonriendo con falsedad, y volvió a esperar en la vereda.
Pasaron los minutos y nada, el taxi no llegaba.   Impaciente por la espera, Clara decidió irse a pie; su casa no estaba tan lejos. 
Caminaba rápido porque todavía estaba enfadada. Había llevado al niño de tarde, a un control programado que no podía evitar, pues no deseaba tener problemas, y demoraron tanto en atenderla que cuando lo hicieron ya estaba de noche. Clara quiso marcharse pero un doctor la hizo pasar. Ella temía que le hallaran algo raro, que se dieran cuenta, pero cuando lo examinaron solo era un niño normal.
Al llegar a una cuadra oscurecida por las sombras de unos árboles, una silueta humanoide contrahecha, pequeña y de andar desparejo le salió al cruce y le exigió:

- ¡Dame el bebé!, ¡dame el bebé!…
- ¡Nunca! -gritó Clara, y sacando un amuleto de un bolsillo de su abrigo se lo presentó al ser aquel.
- ¡Ah! ¡Dame el bebé! ¡Dame… ah! -y contra su voluntad la criatura retrocedió hasta las sombras.

Entonces el bebé abrió con sus brazos la manta que lo cubría y dijo con una voz aguda y áspera:

- ¡Suéltame, maldita bruja! ¡Suéltame!…
- ¡Silencio! -le ordenó ella, y le puso el amuleto frente a la cara, haciendo que el bebé se volviera a cubrir.
- Pronto me apreciarás. He domesticado a peores engendros que tú -le aseguró la bruja.