sábado, 24 de septiembre de 2011

Casacas rojas

Ya los tenemos aquí.
Este susurro apagado fue recorriendo la guarnición como el último suspiro de un moribundo. Uno a uno, todos los soldados allí atrincherados fueron incorporándose sobre sus piernas fatigadas y ocuparon sus puestos; los que aún permanecían dormidos fueron despertados por quien estaba a su lado y ocuparon su posición. Abundaban los gestos de hastío y pesadumbre y predominaba la resignación; formaban a un paso de distancia uno de otro en una larga hilera que se extendía a través de una empalizada formada por carretas volcadas, sacos de harina y cajas de todo tipo.
El silencio era un eco bullicioso aproximándose desde la lejanía; una hilera de rostros enrojecidos por el Sol observaban el horizonte con ojos cansados; densas gotas de sudor calido resbalaba por la piel de sus frentes resecas; la vista se perdía recorriendo el áspero suelo de la llanura y sus grietas circulares hasta donde un frenético borrón oscuro de cuerpos agitados rompía la armonía incandescente de nubes rojizas que surcaba el horizonte. Eran ellos: marchaban envalentonados coreando arengas tribales que brotaban de sus estómagos llenos y estallaban en sus gargantas tensas e hinchadas, hacían sonar sus escudos golpeándolos con las varas de sus lanzas, avanzaban corriendo y saltando en densa formación hasta que la visión de una marea humana ennegrecida ocupó todo cuanto la vista alcanzaba a ver.
Con pulso desvanecido, los soldados calaron sus bayonetas y encararon sus armas disponiéndose a disparar. La descarga de fusilería abrió una brecha en la maraña febril que se acercaba pero el hueco fue ocupado de inmediato por otros cuerpos que componían el denso organismo vivo, palpitante y frenético de aquella masa humana. Las bayonetas de los defensores formaron en frágil posición defensiva como la hilera de púas de una alambrada. El primer grupo se estrelló con los obstáculos de la empalizada y con el acero afilado de las bayonetas; la euforia momentánea de aquella embestida tuvo como respuesta la rutina de unos movimientos mecánicamente coordinados que aquellos soldados habían ensayado hasta la saciedad. La rabia impulsiva de aquellos guerreros primitivos fue repelida por la disciplina férrea de unos soldados sedientos y agotados; la tela desgastada de sus casacas rojas se convirtió en un muro infranqueable. Las lanzas se hundían en el vacío las mazas golpeaban el aire mientras el filo de las bayonetas atravesaba los escudos de piel de vaca insertándose en la piel desnuda y desgarrando sus entrañas.
Los que formaban el primer grupo yacían sangrando y con el torso abierto y sobre sus cadáveres saltó el segundo grupo corriendo la misma suerte. La visión de aquella montaña de cadáveres hizo titubear al tercer grupo que atacó con indecisión siendo repelidos de la misma manera. A poca distancia le seguía un numeroso grupo que se fue desperdigando a medida que avanzaba; algunos, los más osados: fueron a reunirse con los suyos junto al montón de cadáveres, otros quedaron observando la escena paralizados por el miedo y otros comenzaron a retroceder. Quienes venían detrás, al ver al grupo que huía, hicieron lo mismo originando una reacción en cadena que provocó una huida en masa.
Los soldados abandonaron su posición y avanzaron con paso firme sosteniendo sus fusiles en posición horizontal: cargaban sus armas, apuntaban, disparaban y volvían a cargar rematando con sus bayonetas a los moribundos. Algunos, viéndoles avanzar arrojaron su lanza sin mucho atino antes de huir, otros soltaban todas sus armas para poder correr mejor y otros caían desfallecidos y sin resuello resignados a su suerte; pronto, la planície se convirtió en un amplio lecho reseco plagado de cadáveres.
El teniente John Rouse Merriott Chard, de los Ingenieros Reales escribiría ese día en su cuaderno: “23 de Enero de 1879, puesto de Rorke´s Drift; segundo día de batalla; tras rechazar el cuarto ataque zulú hemos visto a algunos guerreros en las sierras de arriba reformando sus líneas y dirigiéndose hacia la cima o huyendo en desbandada. Nuestra guarnición seguirá resistiendo hasta el ultimo hombre; hasta la última bala. Dios salve a la Reina”.

viernes, 16 de septiembre de 2011

Cinco noches

La primera vez fue la noche de un día casi perfecto. Habíamos celebrado una comida en el jardín con nuestros mejores amigos. Los niños salieron a jugar a la playa y los mayores pasamos la tarde brindando por los buenos vientos que impulsaban mis negocios. Un día de sol, un día de felicidad completa.
Al anochecer, mientras recogía la mesa bajo el porche, ya solo, una ráfaga de aire helado cubrió de nubes el cielo y bajó hasta la casa, zarandeándome como en un vendaval, revolviendo el mantel y lanzando los cubiertos al suelo. Entré en el salón con el ánimo turbio. Acabé discutiendo con toda la familia y me marché a dormir con una rara angustia anclada en el estómago.

La segunda vez fue al día siguiente. Cuando me informaron del colapso de la bolsa y la fuga de mi socio.

La tercera antes de ayer, después del accidente, cuando me encerré en mi habitación con la primera botella de alcohol que encontré en el mueble bar, ahogando en el olvido la certeza de que, con ellos, mi vida se había quedado en aquel coche.

La cuarta no pude dormirme hasta caer borracho. Quedé varado de espaldas, encarando las sombras del techo, con la boca entreabierta y los brazos inútiles sobre el regazo de las sábanas. Era un sueño profundo que me atenazaba y me mantenía postrado, inevitablemente inmóvil; pero a la vez despierto en un consciente duermevela.
Escuché brotar a los lejos su espantoso bramido, apagado primero, luego creciendo en su acuciante galope hasta mi lecho; como una tormenta de arena que inunda un poblado de adobe en el desierto. Lo intuía llegar desde la atalaya de mi pesadilla, sabiendo que yo era su presa atrapada. Intenté inútilmente despertarme, abrir los ojos, gritar, zafarme de mi inmovilidad, salir del sueño y buscar refugio... ¿en qué brazos? Cuando aquello se deslizó en mi habitación se había transformado en silencio, un silencio del que mi cerebro sólo adivinaba el sonido del frío. Me hubiese arrugado en cuclillas como una bola de papel y escondido en lo más profundo del embozo, como un niño asustado que aguarda el abrazo que le salva cada mañana de los malos sueños. Pero así permanecí toda la noche, rendido, indefenso, desesperantemente expuesto a la caricia de un silencio mortal..., a la soledad perenne..., a un dolor sin orillas...

Hoy será la última vez. A medida que van pasando las horas siento cómo me inunda el amargo sabor del pánico. Ignoro la razón de esta certeza, pero sé que esta noche, cuando el horrísono frío al fin me abrace, deberé sin remedio abrir los ojos...

jueves, 8 de septiembre de 2011

La mancha

Desde hacía días permanecía inmóvil. La familia seguía expectante a que hiciera algo, a que reaccionara. La semana anterior había tomado la forma de un payaso. Cabezón, con manotas y zapatones. Pero esta semana, nada. Quieta y oscura, había vuelto a ser la simple mancha de humedad que ennegrecía desde siempre una esquina del cielorraso del living.
Con los años, fue adquiriendo formas muy distintas. Una vez, cubrió gran parte de una de las paredes reproduciendo la silueta de un barco pirata; días después se convirtió en un ramillete de flores; fue también un puñal y una nube y un pianito en una esquina, entre garabatos.
Pero ahora, los tres hermanitos estaban consternados. El menor, Ezequiel de tres años, la miraba por momentos ilusionado; tal vez, en una de esas, se movía. Ignacio, de cinco, trataba de darle una explicación lógica: ¡se secó! Pero Esteban, el de ocho, guardó silencio, preocupado. Los padres no lograban consolarlos, era inútil.
La mancha de humedad ya no cambiaba más de forma.
Hasta que una noche, desde la ventana, la luz de la luna acertó en su escondite. Una sustancia pegajosa brotaba del techo; envuelta en una membrana transparente, brillante, con pecas pardas.
Después de varios intentos por despegarse, se dejó caer directo al suelo. Protegida por las sombras de los muebles del living, se aseguró de evitar la luz. Se deslizaba despacio, alerta a cada sonido, a cada imperceptible movimiento del aire. Poco a poco fue dirigiéndose al cuarto de los chicos. Se deslizó por debajo de la puerta hasta acercarse a las camas. Cada acción era medida, para no despertarlos. En eso, oyó un ruido que la sobresaltó.
Era Esteban, que se había dado vuelta dejando caer la mano al piso, a centímetros de ella. Esperó volver a oír los ronquidos, para reanudar su marcha. Pesada, prudente, consiguió lamer la punta de los dedos del muchacho que, rápidamente, giró levantando el brazo, metiéndolo luego dentro de la funda de la almohada. Ciega, y guiada por un olfato exquisito, la mancha seguía el olor de la inocencia. Entonces optó por voltear a su derecha. Allí estaba Ignacio, enredado entre las sábanas, apenas se le asomaban las rodillas. La mancha no podía percibir la intensidad del calor de ese cuerpo, por los confusos pliegues de las telas. Empezó por lo más fácil: la cuna. Ezequiel dormía destapado y extendido en el medio del pequeño colchón con la boca entreabierta, un hilito de baba brillaba en su camino hacia la almohada. Blanda y resbaladiza, trepó los barrotes.
Cuando llegó a la cara, lo embistió por la boca. Sin oportunidad de reaccionar, el chico comenzó a oscurecerse. Los cachetes rosados se tornaron verdosos, luego morados, para después quedar absolutamente negros, como todo el cuerpo. La mancha fue nutriéndose rápidamente. Crecía a medida que el pequeño se disolvía. Apenas quedaron algunos restos pegados a la sábana.
A la mañana siguiente, la madre puso a calentar la leche en un jarrito. Repasó los guardapolvos y llamó a la puerta de los chicos, para despertarlos. Dos golpes despacio y luego tres más intensos. Mientras acomodaba el desayuno en la mesa del living, levantó instintivamente la mirada hacia la esquina del techo. Qué curioso, la mancha había desaparecido.
La mujer frunció el entrecejo y con un vago presentimiento miró en dirección al cuarto de los chicos. Un líquido espeso y granate chorreaba por el dintel de la puerta. Dibujaba, en la blancura de la madera, la sonrisa de un payaso.