martes, 29 de noviembre de 2011

El alma y la sombra

El hombre camina sin rumbo bajo una llovizna pertinaz y totalmente ajeno al universo que lo rodea. La oscuridad es total, solo de vez en cuando algún relámpago ilumina los charcos y marca el contorno de los árboles que se mecen al ritmo quejoso del viento. Entonces la noche parece llenarse de espectros y quien sabe de que ocultos fantasmas. A lo lejos titila una estrellita de luz, luego otra, después otra más y de a poco se van uniendo entre sí como un rosario luminoso en la oscuridad infinita de la noche. Es una ciudad que se asoma lentamente, expectante, con curiosidad. La lluvia cae de forma displicente, vacía, sin ganas. La línea de luces se estira cada vez más anunciando la cercanía del pueblo que parece envuelto en un poncho de nubes cada vez más negras.
Camina como un autómata, se siente desconcertado, no percibe nada de su cuerpo, ni frío ni calor, ni siquiera siente el viento ni el piso barroso bajo sus pies, es como si levitara hacia ningún lado. Cuando llegó al primer foco de luz recién pudo ver su propio cuerpo. Al hacerlo se estremece, está descalzo, lleva puesta una túnica blanca y larga hecha jirones y totalmente embarrada. Es inútil, cuanto más se observa menos se reconoce.
- ¡¡Por Dios!! - murmuró, -¿quien soy?, ¿donde estoy? tal vez perdí la memoria o sufrí un accidente...
Cuando llegó a un centro poblado de luces vio acercarse a dos mujeres con paraguas que conversaban animosamente. Se acercó a ellas y les preguntó que lugar era éste pero no le contestaron, ni siquiera lo miraron prosiguiendo su camino. Pensó que tal vez se habían asustado por su presencia sucia y harapienta. Intentó hacer lo mismo con un señor que venía de frente pero también lo ignoró. Desorientado se acercó a un escaparate de exhibición de ropas e intentó mirarse en un espejo que había entre dos maniquíes desnudos, pero... ¡no se reflejaba!, aunque sí lo hacía todo el entorno de la calle... ¡pero él no!
Se detuvo un instante tratando de comprender su situación pero le pesaba la cabeza y no podía clarificar sus pensamientos. Aterrado comenzó a... ¿correr?, ¿volar?, ¿levitar? ...nunca supo cuan lejos ni cuanto tiempo lo hizo, aunque no sentía cansancio. Finalmente se detuvo en una plaza, se sentó en un banco solitario debajo de un farol, debía tranquilizarse, tenía que pensar, razonar sobre lo que le estaba sucediendo o se volvería loco, ¡si es que ya no lo estaba! Entonces se llenó de preguntas sin respuestas: quien soy, de donde vengo, soy un espíritu o tal vez como dicen algunos espiritistas, un alma que dejó su cuerpo terrenal pero que aún no se enteró y vaga resistiéndose a morir definitivamente.
Mientras piensa, baja la vista y mira sus harapos y alrededor de su cuerpo. Recién entonces se da cuenta de que no da sombra, el banco y los otros objetos de alrededor sí, ¡pero él no! Se acercó más a la luz y comenzó a girar y mover los brazos como aspas, pero nada, ni una sola sombra, parece que la luz del farol lo traspasa ignorando su cuerpo empapado. Estuvo un tiempo perplejo con la mente en blanco, tal vez para escapar de su situación. Lo vuelve a la realidad la lluvia que arrecia nuevamente.
Por el brillo espejado de la calle desierta ve aproximarse a gran velocidad una mancha negra, aunque no alcanza todavía a definir su forma. De pronto se detiene y recién parece reparar en él. Lo estudia un momento como tratando de reconocerlo, luego comienza a acercarse, por un momento el terror lo paraliza al comprender que es su propia sombra que lo está buscando, entonces solo atina a escapar pero es demasiado tarde, la mancha se le tira encima, lo envuelve como un manto negro y ruedan en un abrazo interminable entre cuerpo y alma, materia y espíritu, luces y sombras.....

Al otro día, el único diario del pueblo, destaca en primera página la noticia que....“anoche, tirado en la plaza encontraron el cuerpo de un PAI umbanda que murió y fue enterrado hace ya mas de dos meses en el cementerio local. La policía encontró su tumba abierta y lo que mas llamó la atención de lo investigadores es que el cadáver a pesar del tiempo que estuvo enterrado aún no estaba en estado de descomposición...”

domingo, 20 de noviembre de 2011

Un cuento de fantasmas

Por más de 35 años, mi papá tuvo la oficina en la sexta avenida de la zona uno de la capital de Guatemala, a tres cuadras del Palacio Nacional. Esta es una zona muy comercial, pero hace rato que ya no tiene el glamour de los complejos de centros comerciales imitación de malls gringos en pequeño, tan de moda ahora en nuestro país.

Cuando terminaba la jornada de comercio (alrededor de las seis de la tarde) se reducía sensiblemente el ruido y entonces los que estábamos ahí, fácilmente escuchábamos cuando alguien abría la puerta de abajo (estábamos en segundo nivel), subía las gradas y entraba a la oficina. A veces no era nuestra gente sino la de la oficina que compartía el piso con nosotros. Hasta ahí todo bien. Pero algunas veces se oía nítidamente todos los sonidos de gente entrando, pero que nunca llegaba hasta la oficina, ni a la de enfrente. Se escuchaba la llave dando vueltas a la cerradura de la puerta, los pasos subiendo las 28 gradas hasta el segundo nivel, y nada más. Algunas veces salíamos al lobby que separaba las dos oficinas para ver si mi papá se había quedado revisando algo, o qué onda. Pero nada.

Nosotros nunca le pusimos mucha atención al asunto, porque sabíamos que el cerebro suele jugarnos malas pasadas y que el crujir de los materiales al contraerse por el enfriamiento que viene con la noche, bien podía provocar (junto a nuestros traidores oídos) toda la sensación de alguien entrando.

Me gustaría creer que eran fantasmas visitándonos. Me hubiera gustado ver alguno y saludarlo. ¿Qué daño te puede hacer un muerto, si los vivos son los que chingan?

Ahora en el mismo local hay un billar y cuando paso enfrente me pregunto si ellos también escuchan esos ruidos y si salen al lobby a comprobar que no hay nadie más que ellos. Y pienso que cuando muera, si me convierto en ánima y regreso a la tierra, seguro que visito la oficina de la sexta avenida. Abriré la puerta y volveré a subir esas 28 gradas, aunque si hay gente, tal vez no me atreva a entrar más allá del lobby.

domingo, 13 de noviembre de 2011

Mi amiga

En el año 1789, en Inglaterra vivía Julliette, una niña de 10 años.
Esta chica vivía con sus padres, que eran ricos.
Vivían en una mansión, con dos plantas y muy luminosa, su padre era uno de los banqueros más ricos de la ciudad.

Pasó 4 años y el banco quebró. La casa se descuidó ya que no podían pagar a los sirvientes y aunque fueran tres no podían con todo, la casa ya no era luminosa ni bonita, era oscura, fría y las paredes estaban descascarilladas.
Julliette pensó en su mejor amigo, Jack, que le ayudaría, los padres hacía tiempo le buscaban una esposa y quizás ella podría estar entre ellas.
Fue aceptable, y aunque lo quería solo como un amigo, llegó a enamorarse de el y viceversa.

Pero días antes de la boda, el chico se calló por un barranco y se murió.
En el entierro dio un discurso y le llamó la atención un hombre de mediana edad que era el tío de su exfuturo prometido.
A el también le llamó la atención.
Al día siguiente, se levantó lentamente al escuchar una voz ronca que se oía hablar con sus padres.
Era el hombre, que le había pedido la mano a su padre, ella no quería, pero si quería sobrevivir eso era lo mejor, ella le prometió a su mejor amigo que nunca se volvería a casar, antes se moriría.
Ella se negó, el hombre iba todos los días a su casa y le obsequiaba con regalos, pero ella se negaba, hasta un punto en el que amenazó con matar a sus padres.

Ella aceptó, pasaron los meses y dos días antes de la boda se retiró, el hombre enfadado le pegó y se fue corriendo, en una de ellas la chica se volvió para defenderse y pegarle, y el hombre se enfadó más.

Juliette salió de la casa corriendo hasta el puente, donde el hombre la cogió y la estampó contra una de las columnas, cogio un cuchillo de su bolsillo y cuando fue a apuñalarla, la chica le retorció la mano y le quitó el cuchillo, y se lo clavó en el corazón, le dijo que nunca se casaría con el.

El le dijo que los papeles estaban ya hechos y que había falsificado su firma.
Era mentira pero la chica se lo creyó, y también le dijo que ahora los padres se morirían de hambre.
La chica se arrepintió y a la vez recordó a su amigo, ella desesperada saltó por el puente mientras pensaba "antes de volverme a casar, me moriré".

Ahora la chica va matando a todos los chicos que se van a casar, pero en los sueños, dándoles la idea de suicidarse.
Quien se niega, lo posee y mata a la novia, apuñalada en el corazón.

sábado, 5 de noviembre de 2011

La rueda

No sabía explicar la sensación, no se atrevía a contárselo a nadie. Pero la idea persistía en su mente, le obsesionaba. Estaba convencido que aquellos personajes diminutos, negros, enjutos, desfilando sin desfallecer día y noche, creía con firmeza que los transportaba en su mente.
Fue el día que visitó el museo de arte contemporáneo. En la quinta sala, dedicada a un pintor argentino llamado Juan Alberto Arjona, vio un cuadro que le llamó mucho la atención. Se titulaba "Girando alrededor de un mismo tema" y representaba a unos pequeños seres oscuros, portando cada uno de ellos una banderita, que daban vueltas en torno a una rueda en el centro del lienzo. El fondo era colorido y acentuaba aún más a los minúsculos entes. Edgar estuvo mucho tiempo mirando el cuadro. No entendía qué podía atraerle, qué significaba. Se dio cuenta que había pasado media hora sin moverse, observando, buscándole un sentido al óleo. Como despertando de un sueño, se giró y siguió visitando las otras salas, pero su mente divagaba, ya no le interesaba el resto de la exposición y pasaba de una sala a otra sin detenerse más que unos segundos. Antes de que cerraran volvió a la sala quinta y siguió contemplando el cuadro hasta que lo devolvió a la realidad un guardia jurado.
Esa noche durmió mal. Tuvo pesadillas y al despertar un dolor de cabeza le persiguió por el cráneo todo el día. La idea parecía absurda en un principio pero cuando a los tres días empezó a hablar cambiando las letras, el significado, las palabras, se convenció que ellos estaban allí. Los sentía girar en sus pensamientos, trajinando neuronas del módulo frontal al occipital, serrándole el tálamo, destruyendo sus conocimientos, avanzando uno detrás de otro, conquistando masa encefálica, desconectando axones.
Desesperado, intentaba memorizar listas de palabras, columnas de números, pero todo era inútil. El dolor de cabeza remitía y volvía con redoblado furor, mientras él seguía perdiendo recuerdos de su infancia, de su familia y de su vida.
Volvió al museo una semana después. Se acercó al cuadro lentamente, veía como los muñecos pintados se acercaban despacio, creciendo hasta que los tuvo frente a sus ojos. Se acercó todo lo que pudo e intentó verles la cara pero estaban de espaldas. En un segundo todos se giraron y le miraron a los ojos. Les vio el rostro con unos ojos inyectados en sangre, sonrisas cínicas en bocas diminutas, abiertas, hambrientas, de pequeños dientes afilados. Edgar dio dos pasos atrás, tambaleándose y un relámpago alumbró su mente y entendió que el cuadro mostraba la psicosis del artista. Y empezó a chillarles, «¡salid de mí!», les gritaba, «¡salid de mí, salid de mí!», una y otra vez.
Acudieron dos vigilantes y lo sacaron del edificio mientras él seguía gritando. Sentía esos dientecillos como le mordían el cerebro, arrancando trozos a dentelladas, escupiendo la masa arrancada y riendo. Los guardias intentaron calmarle mientras llegaba la ambulancia pero Edgar se deshizo de ellos y empezó a correr enloquecido calle abajo, chillando y golpeándose la cabeza con las manos. Los peatones se apartaban asustados, nadie le detuvo y Edgar corrió y corrió hasta que no pudo más.
Se detuvo en un sucio callejón, agotado. No sabía qué hacer, ni a dónde ir porque ellos seguían allí, y seguirían con él allá donde fuera, seguirían dando vueltas alrededor de su cabeza, dando vueltas alrededor de sus pensamientos y arrinconándole en ese miedo que le envolvía, ese miedo que hizo que se acurrucara en un rincón, escondido. Ese miedo que imposibilitó que nadie lo encontrara. Ese miedo que acabó por llamarse Edgar.