martes, 30 de abril de 2013

El hombre de negro

Javier recogía nueces en el bosque. Entre los árboles había caminos que doblaban aquí y allá, subían, bajaban, atravesando tanto zonas dominadas por una luz crepuscular como claros luminosos. Cuando el muchacho encontraba nueces las recogía y las guardaba en un bolso, para enseguida seguir su búsqueda.
De pronto sintió que algo había cambiado. Se detuvo y miró hacia todos lados. No se escuchaba ni un ruido; los pájaros se habían ido, y arriba, entre las copas de los árboles, unas nubes grises cruzaban presurosas por el cielo.  Entonces emprendió el regreso, pero en su apuro se confundió de camino y se perdió por un buen rato.   El bosque es un lugar muy distinto cuando se aproxima una tormenta. Los animales lo presienten, huyen, se esconden, y el silencio se acentúa. Basta que disminuya un poco la luz para que los senderos luzcan diferentes.

La tormenta crecía. El cielo se nubló completamente, y entre los árboles estaba más oscuro, casi como si fuera de noche.  Repentinamente se escucharon truenos. Javier comenzó a asustarse. Un viento empezó a agitar el bosque, los árboles se retorcían, volaban hojas y caían ramas, y de pronto todo quedaba quieto, para luego volver el desbarajuste de ramas, de hojas volando por todos lados, de crujidos, rechinidos, y la oscuridad que crecía.
Súbitamente empezó a llover. Un aguacero macizo descendió del cielo chocando contra el bosque con estruendo. Pronto Javier estuvo empapado y no veía casi nada. Aunque logró volver al sendero correcto, la falta de luz y el aguacero que borroneaba todo lo hicieron dudar. Al pasar al lado de un árbol inmenso, alguien cubierto de negro hasta la cabeza salió de atrás de éste. Una especie de capucha mantenía su cara en la oscuridad. Apareció tan rápido que arrancó un grito a Javier, y en ese preciso momento estalló un rayo en el cielo, y la luz del fogonazo iluminó un instante el rostro del encapotado, y era la cara del padre de muchacho. Javier sonrió nerviosamente y tuvo que gritar para hacerse oír sobre el estruendo de la tormenta:

- ¡Papá! ¡Que susto me diste! ¡estaba medio perdido, y esta tormenta…!
- Vamos a casa -dijo el encapotado. Javier apenas lo escuchó, aun así le resultó un poco extraña la voz de aquel, y no recordaba que su padre tuviera una capa de aquel color; pero había visto su rostro, así que lo siguió.

En un campo cercano al bosque, en una casa solitaria, los padres de Javier estaban preocupados porque éste aún no regresaba, y afligidos observaban desde la ventana la tormenta que crecía furiosa afuera.     

martes, 16 de abril de 2013

Cerca de la muerte

Era una noche ventosa, con lluvia intermitente, fría, y con ese mal tiempo, muy a mi pesar,
 atravesé a pie un sinuoso camino que se pierde entre campos y bosques.
Sólo diré que discutí con la dueña de la casa en donde pensaba dormir, y por orgullo me
rehusé a que me llevara en su vehículo.
El camino estaba lleno de barro. Por momentos aumentaba la oscuridad y a duras penas
veía por dónde iba.  El viento que soplaba constantemente aullaba entre los árboles, o
silbaba sordamente en el campo.  Por momentos la noche se hacía más clara, y al mirar hacia
el cielo veía la luna, pero enseguida las nubes, moviéndose rapidamente volvían a eclipsarla.
Cuando la lluvia arreciaba el frío me calaba hasta los huesos, y al detenerse la caminata me
devolvía algo de calor.  Mi aliento parecía una bocanada de humo, y chapoteaba sobre el barro
casi líquido del camino, que indiferente a mi apuro seguía zigzagueando y perdiéndose en
la noche.

Un resplandor en el horizonte me indicó que no estaba lejos del pueblo. Mi hogar estaba
muy lejos aún, demasiado para seguir a pie; pero en aquel pueblo podría encontrar algún
resguardo donde esperar el amanecer y un transporte que me llevara hasta mi hogar.
Ya veía algunas casas cuando el cielo se volvió a despejar, y unos enormes árboles, iluminados
por la luna, me dejaron bajo su sombra, y al salir a la claridad vi que a mi derecha comenzaba
el muro del cementerio.   Caminé unos pasos más y empecé a escuchar un murmullo de terror
que venía de aquel campo santo. Me pareció similar a los cantos gregorianos. Sonaba como un coro
cantando en un lugar con mucha acústica, un coro de voces graves y melancólicas. Entonaban
algo en un idioma que desconozco; pero aún sin entenderlo sentía que estaba asociado a la muerte.

Enseguida experimenté un increíble bajón de energía, como si mis fuerzas se desvanecieran.
Y el coro seguía entonando su aterradora melodía. Era triste, lenta, y el sonido reverberaba como su estuviera en un templo, y era el sonido de la muerte, de procesiones fúnebres, de discursos al pie de un ataúd, de cuerpos inertes con los brazos cruzados sobre el pecho, de deudos llorando… Y
en medio de todo eso, unas cabezas asomaron sobre el muro, y en el portón se estiraron uno
brazos y me llamaron haciendo señas con las manos.
Me tambalee, casi caí, pero seguí andando. Estaba seguro que si me quedaba allí sería mi fin.
Al superar el muro del cementerio dejé de escuchar al espectral coro, y recobré la energía, entonces
seguí sin voltear. En el pueblo encontré un bar que todavía estaba abierto, y me alegré al ver que en un rincón ardía una chimenea.   Por lo que demoré en calentarme sé que estuve a punto de morir de frío.