miércoles, 25 de julio de 2012

Nunca más diré tu nombre

Estaba a punto de recargarse en la cortina metálica y se rascaba con impaciencia la cabeza como si quisiera deshacerse de una pulga que le estaba chupando toda su sangre, cuando dijo que me fuera al diablo.
Así la quería ver; sin saber dónde ni estaba parada, tambaleándose mientras pensaba en que las horas que había pasado en los columpios de Culiacán la habían dejado mareada de por vida sin ni siquiera contar con la botella de tequila que se había tomado ella sola sin ofrecerme una sola vez al menos. No es que le deseé algún mal, pero no creo que alguien tan tacaño merezca que le vaya bien. Para ella siempre fue una tortura vivir, entonces me conformo con que esté viva.
Me llamo Emilio y no me hace feliz llamarme así, no me hace feliz llamarme de ninguna manera, porque hace tres días que me morí y porque desde que nací muy poca gente ha pronunciado mi nombre; tal vez por eso no le tengo cariño.
Es muy raro sentir el aire que corre entre tu ropa y que el cuerpo ya no te duela, que ya no pese; esta sensación en el estómago de ir por una bajada de la montaña rusa constantemente, pero más vale que me vaya acostumbrando porque alguna vez oí que así nos quedábamos para toda la eternidad. Se me hace que esto va a ser muy parecido a cuando jugaba encantados y nadie iba a desencantarme, con la diferencia de que ahora hasta puedo volar. Estuve agarrando ropa de las azoteas y hasta después me di cuenta que yo ya no la necesito. Hay gente que nace y se muere salada.
El tipo que me dio el primer aviso de que ya no llegaría a ver el amanecer estuvo a punto de llevarse mi vida en la defensa de su mustang. Me dijo “pendejo” sin que nos hubieran presentado. Yo iba caminando preguntándome porqué los insectos nos iban a enterrar a todos nosotros. Ella, La Inmencionable, había dicho que unos seres tan trabajadores tenían derecho a pervivir por encima de los humanos. Después caí en cuenta que lo había dicho no porque realmente lo creyera sino porque yo era un güevón. Curiosamente, empezó a hablar de los mosquitos inmediatamente después de mandarme al diablo, pero a mí las cosas tan definitivas como el mal, el diablo o las chingadas madres siempre me hacen pensar que no son serias.
La Inmencionable tiene once años más que yo y cruzar las calles sin voltear a ver si viene carro la volvió un poco cínica; por eso, rascándose la cabeza, me quitó los días que quería pasar jugando basquet con ella. Iba a decir “pinche vieja” cuando venía sobrevolando la Catedral y vi la cruz de sus altos; yo, la verdad, sí me callé porque en las iglesias no se dicen groserias y no iba a arriesgarme a llegar sin escalas al infierno. Ni muerto estoy dispuesto a darle ese gusto.

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