martes, 31 de enero de 2012

El solitario

Kassim era un hombre enfermizo, joyero de profesión, bien que notuviera tienda establecida. Trabajaba para las grandes casas, siendosu especialidad el montaje de las piedras preciosas. Pocas manos comolas suyas para los engarces delicados. Con más arranque y habilidadcomercial, hubiera sido rico. Pero a los treinta y cinco añosproseguía en su pieza, aderezada en taller bajo la ventana.Kassim, de cuerpo mezquino, rostro exangüe sombreado por rala barbanegra, tenía una mujer hermosa y fuertemente apasionada. La joven, deorigen callejero, había aspirado con su hermosura a un más altoenlace. Esperó hasta los veinte años, provocando a los hombres y a susvecinas con su cuerpo. Temerosa al fin, aceptó nerviosamente a Kassim.No más sueños de lujo, sin embargo. Su marido, hábil--artistaaún,--carecía completamente de carácter para hacer una fortuna. Por locual, mientras el joyero trabajaba doblado sobre sus pinzas, ella, decodos, sostenía sobre su marido una lenta y pesada mirada, paraarrancarse luego bruscamente y seguir con la vista tras los vidrios altranseunte de posición que podía haber sido su marido.Cuanto ganaba Kassim, no obstante, era para ella. Los domingostrabajaba también a fin de poderle ofrecer un suplemento. Cuando Maríadeseaba una joya--¡y con cuánta pasión deseaba ella!--trabajaba denoche. Después había tos y puntadas al costado; pero María tenía suschispas de brillante.Poco a poco el trato diario con las gemas llegó a hacerle amar lastareas del artífice, y seguía con ardor las íntimas delicadezas delengarce. Pero cuando la joya estaba concluída--debía partir, no erapara ella,--caía más hondamente en la decepción de su matrimonio. Seprobaba la alhaja, deteniéndose ante el espejo. Al fin la dejaba porahí, y se iba a su cuarto. Kassim se levantaba al oir sus sollozos, yla hallaba en la cama, sin querer escucharlo.--Hago, sin embargo, cuanto puedo por ti,--decía él al fin,tristemente.Los sollozos subían con esto, y el joyero se reinstalaba lentamente ensu banco.Estas cosas se repitieron, tanto que Kassim no se levantaba ya aconsolarla. ¡Consolarla! ¿de qué? Lo cual no obstaba para que Kassimprolongara más sus veladas a fin de un mayor suplemento.Era un hombre indeciso, irresoluto y callado. Las miradas de su mujerse detenían ahora con más pesada fijeza sobre aquella mudatranquilidad.--¡Y eres un hombre, tú!--murmuraba.Kassim, sobre sus engarces, no cesaba de mover los dedos.--No eres feliz conmigo, María--expresaba al rato.--¡Feliz! ¡Y tienes el valor de decirlo! ¿Quién puede ser felizcontigo? ¡Ni la última de las mujeres!... ¡Pobre diablo!--concluía conrisa nerviosa, yéndose.Kassim trabajaba esa noche hasta las tres de la mañana, y su mujertenía luego nuevas chispas que ella consideraba un instante con loslabios apretados.--Sí... ¡no es una diadema sorprendente!... ¿cuando la hiciste?--Desde el martes--mirábala él con descolorida ternura--dormías denoche...--¡Oh, podías haberte acostado!... ¡Inmensos, los brillantes!Porque su pasión eran las voluminosas piedras que Kassim montaba.Seguía el trabajo con loca hambre de que concluyera de una vez, yapenas aderezada la alhaja, corría con ella al espejo. Luego, unataque de sollozos.--¡Todos, cualquier marido, el último, haría un sacrificio parahalagar a su mujer! Y tú... y tú... ni un miserable vestido queponerme, tengo!Cuando se franquea cierto límite de respeto al varón, la mujer puedellegar a decir a su marido cosas increíbles.La mujer de Kassim franqueó ese límite con una pasión igual por lomenos a la que sentía por los brillantes. Una tarde, al guardar susjoyas, Kassim notó la falta de un prendedor--cinco mil pesos en dossolitarios.--Buscó en sus cajones de nuevo.--¿No has visto el prendedor, María? Lo dejé aquí.--Sí, lo he visto.--¿Dónde está?--se volvió extrañado.--¡Aquí!Su mujer, los ojos encendidos y la boca burlona, se erguía con elprendedor puesto.--Te queda muy bien--dijo Kassim al rato.--Guardémoslo.María se rió.--Oh, no! es mío.--Broma?...--Sí, es broma! ¡es broma, sí! ¡Cómo te duele pensar que podría sermío... Mañana te lo doy. Hoy voy al teatro con él.Kassim se demudó.--Haces mal... podrían verte. Perderían toda confianza en mí.--¡Oh!--cerró ella con rabioso fastidio, golpeando violentamente lapuerta.Vuelta del teatro, colocó la joya sobre el velador. Kassim se levantóy la guardó en su taller bajo llave. Al volver, su mujer estabasentada en la cama.--¡Es decir, que temes que te la robe! ¡Qué soy una ladrona!--No mires así... Has sido imprudente, nada más.--¡Ah! ¡Y a ti te lo confían! ¡A ti, a ti! ¡Y cuando tu mujer te pideun poco de halago, y quiere... me llamas ladrona a mí! ¡Infame!Se durmió al fin. Pero Kassim no durmió.Entregaron luego a Kassim para montar, un solitario, el brillante másadmirable que hubiera pasado por sus manos.--Mira, María, qué piedra. No he visto otra igual.Su mujer no dijo nada; pero Kassim la sintió respirar hondamente sobreel solitario.--Una agua admirable...--prosiguió él--costará nueve o diez mil pesos.--Un anillo!--murmuró María al fin.--No, es de hombre... Un alfiler.A compás del montaje del solitario, Kassim recibió sobre su espaldatrabajadora cuanto ardía de rencor y cocotaje frustrado en su mujer.Diez veces por día interrumpía a su marido para ir con el brillanteante el espejo. Después se lo probaba con diferentes vestidos.--Si quieres hacerlo después...--se atrevió Kassim.--Es un trabajourgente.Esperó respuesta en vano; su mujer abría el balcón.--María, te pueden ver!--Toma! ¡ahí está tu piedra!El solitario, violentamente arrancado, rodó por el piso.Kassim, lívido, lo recogió examinándolo, y alzó luego desde el suelola mirada a su mujer.--Y bueno, ¿por qué me miras así? ¿Se hizo algo tu piedra?--No--repuso Kassim. Y reanudó en seguida su tarea, aunque las manosle temblaban hasta dar lástima.Pero tuvo que levantarse al fin a ver a su mujer en el dormitorio, enplena crisis de nervios. El pelo se había soltado y los ojos le salíande las órbitas.--¡Dame el brillante!--clamó.--¡Dámelo! ¡Nos escaparemos! ¡Para mí!¡Dámelo!--María...--tartamudeó Kassim, tratando de desasirse.--¡Ah!--rugió su mujer enloquecida.--¡Tú eres el ladrón, miserable!¡Me has robado mi vida, ladrón, ladrón! Y creías que no me iba adesquitar... cornudo! ¡Ajá! Mírame... no se te había ocurrido nunca,¿eh? ¡Ah!--y se llevó las dos manos a la garganta ahogada. Pero cuandoKassim se iba, saltó de la cama y cayó, alcanzando a cogerlo deun botín.--¡No importa! ¡El brillante, dámelo! ¡No quiero más que eso! ¡Es mío,Kassim miserable!Kassim la ayudó a levantarse, lívido.--Estás enferma, María. Después hablaremos... acuéstate.--¡Mi brillante!--Bueno, veremos si es posible... acuéstate.--Dámelo!La bola montó de nuevo a la garganta.Kassim volvió a trabajar en su solitario. Como sus manos tenían unaseguridad matemática, faltaban pocas horas ya.María se levantó para comer, y Kassim tuvo la solicitud de siempre conella. Al final de la cena su mujer lo miró de frente.--Es mentira, Kassim--le dijo.--¡Oh!--repuso Kassim sonriendo--no es nada.--¡Te juro que es mentira!--insistió ella.Kassim sonrió de nuevo, tocándole con torpe cariño la mano.--¡Loca! Te digo que no me acuerdo de nada.Y se levantó a proseguir su tarea. Su mujer, con la cara entre lasmanos, lo siguió con la vista.--Y no me dice más que eso...--murmuró. Y con una honda náusea poraquello pegajoso, fofo e inerte que era su marido, se fué a su cuarto.No durmió bien. Despertó, tarde ya, y vió luz en el taller; su maridocontinuaba trabajando. Una hora después, éste oyó un alarido.--¡Dámelo!--Sí, es para ti; falta poco, María--repuso presuroso, levantándose.Pero su mujer, tras ese grito de pesadilla, dormía de nuevo. A las dosde la mañana Kassim pudo dar por terminada su tarea; el brillanteresplandecía, firme y varonil en su engarce. Con paso silencioso fuéal dormitorio y encendió la veladora. María dormía de espaldas, en lablancura helada de su camisón y de la sábana.Fué al taller y volvió de nuevo. Contempló un rato el seno casidescubierto, y con una descolorida sonrisa apartó un poco más elcamisón desprendido.Su mujer no lo sintió.No había mucha luz. El rostro de Kassim adquirió de pronto una durainmovilidad, y suspendiendo un instante la joya a flor del senodesnudo, hundió, firme y perpendicular como un clavo, el alfilerentero en el corazón de su mujer.Hubo una brusca apertura de ojos, seguida de una lenta caída depárpados. Los dedos se arqueron, y nada más.La joya, sacudida por la convulsión del ganglio herido, tembló uninstante desequilibrada. Kassim esperó un momento; y cuando elsolitario quedó por fin perfectamente inmóvil, pudo entoncesretirarse, cerrando tras de sí la puerta sin hacer ruido.

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